El lenguaje casi innato del cine

 

En Un experimento acerca de los prejuicios hablé del prejuicio que nos lleva a imaginar a un hombre cuando leemos un texto con un protagonista indeterminado, cuya identidad sexual no ha sido definida. Por ejemplo en una frase como «Caminé durante media hora y vi la casa».  En vez de llamarlo prejuicio, podemos llamar a esa reacción espontánea «intuición».

El concepto de «intuición» se emplea de una manera muy específica en filosofía (desde Descartes a Husserl), pero aquí me refiero tan sólo al sentido que se le da en la vida cotidiana. La intuición, entendida de esta manera, se refiere a una especie de conocimiento más o menos instantáneo que tenemos de algo acerca de lo que todavía no hemos tenido tiempo para reflexionar de manera razonada y razonable. Vemos a alguien que se acerca a nosotros en la distancia y cambiamos de acera; conocemos a un hombre al que nunca antes habíamos visto y sentimos que va a ser el amor de nuestra vida, escuchamos a un político en un debate y estamos seguros de que es un mentiroso.

En muchos contextos y para muchas personas, la intuición adquiere un sentido casi mágico, que parece conectar con algo que está más allá de lo mecánico, de lo intelectualizado: la intuición nos parece un impulso inexplicable, algo puramente espontáneo, natural e incontaminado. Es una verdad inmediata que acude a nosotros como un rayo.

Sin embargo, en mi opinión, la intuición es precisamente lo contrario de lo que suele creerse. En realidad, el comportamiento intuitivo es  quizás el comportamiento más automatizado que existe.

Vemos a alguien y nos cae bien al instante. Intuición pura, se dice. Pues sí, pero no se trata de magia, «química», o «buenas vibraciones», sino que suele haber una razón para esa intuición, una razón que a nosotros se nos escapa en ese instante, pero que puede ser tan sencilla como que esa persona tenga una sonrisa sincera. Una sonrisa real.

En efecto, resulta que los músculos de la cara que se ponen en funcionamiento cuando reímos de manera sincera son distintos a los que se activan cuando lo hacemos de manera fingida. Aunque no seamos conscientes de ello, casi todos somos capaces de distinguir a primera vista una sonrisa sincera de una fingida. Esa es una de las razones por las que métodos actorales como los de Stanislavsky, en los que el actor intenta interiorizar psicológicamente la situación dramática, tienen una justificación. Se trata de traer a nuestra mente emociones antiguas que nos hagan mover los músculos de la cara que se activan con la verdadera sonrisa, pero que no se activan con la falsa.

Duchenne demostró que con la sonrisa real se activan diferentes músculos de la cara. Y que no se puede imitar voluntariamente esa sonrisa Por eso, la mejor manera de mostrar esa sonrisa es experimentar emociones que nos hagan sonreír. Esta es la razón por la que personas que se obligan a sí mismas a sonreír en cualquier circunstancia nos parecen tan falsas (por ejemplo, los hare krishnas)

Esos métodos a veces caen en la parodia y la caricatura y los actores en ocasiones son tan dominados por esa emoción que han convocado que sufren ataques de pánico, de llanto o de risa que les impiden manejar al personaje, pues se convierten en esclavos de la emoción. Pero también es cierto que pueden sonreír o reír de manera más creíble si de verdad sienten ganas de sonreír o reír. Por eso, del mismo modo que los hare krishnas, también resultan tan falsos los actores que, pese a su gran técnica, sólo repiten los movimientos mecánicos de la sonrisa y la risa, que inevitablemente parecerá falsa.

Konstantin Stanislavsky sonriendo. La sonrisa parece falsa, sí, pero es que en este caso tiene que parecer falsa: interpreta al intrigante y falso Leonid Gayev de El huerto de los cerezos, de Anton Chéjov.

Yo tenía un amigo que detectaba a distancia, de manera intuitiva, a la gente violenta. Me decía: “Cuidado con ese que viene por ahí”, y cuando nos cruzábamos con él, efectivamente, estallaba un conflicto. En una ocasión, juro que no miento, uno de estos tipos problemáticos a distancia le pego un navajazo en el estómago a mi amigo, sin mediar palabra. Y para hacerlo tuvo que cruzar la ancha calle de Princesa, pues estaba en la acera de enfrente. Lo curioso del asunto es que mi amigo y aquel tipo nunca se habían visto antes.

Así que ese día pareció confirmarse que mi amigo tenía una intuición asombrosa. Había, sin embargo, algo que resultaba extraño: estos conflictos siempre tenían lugar cuando estaba él, pero a mí nunca me pasaba nada si iba solo o con otras personas, por lo que es muy probable que no se tratara de intuición sino de gestos casi inadvertidos, pero no de los «tipos violentos», sino los de mi propio amigo, de su mirada chulesca o desafiante ante ciertos desconocidos. Uno de los mejores consejos ante personas violentas es no mirarlas con descaro ni sostenerles la mirada. Es algo que saben los lobos, que bajan la mirada ante el jefe de la manada y así evitan ser castigados (hay otras situaciones, sin embargo, en las que sostener la mirada es preferible, por ejemplo ante un tigre: según dicen, hay que retroceder poco a poco sin darse la vuelta ni dejar de mirarle a los ojos).

Los espías y los actores, en cualquier caso, tienen que ser capaces de sentir de algún modo lo que están fingiendo, para no ser descubiertos como impostores. Las personas que pertenecen a una secta o que tienen una personalidad de «iluminados» pueden ser reconocidas con cierta facilidad: a pesar de mover la cabeza o de referirse a objetos que sostienen en la mano, mantienen los ojos muy abiertos y la mirada fija en su interlocutor, como si quisieran hipnotizarlo a la manera de las serpientes. Lo hacen de una manera que resulta tan evidente que a un actor le resulta muy sencillo imitarlos.

Otra razón por la que alguien a quien no conocemos nos cae bien a primera vista es simplemente porque nos recuerda a alguien que nos cae bien, a lo mejor porque se llama igual, o porque tiene una mirada parecida, o una nariz similar, o porque viste de negro.

Del mismo modo, reaccionamos de manera intuitiva hacia quienes nos disgustan.

Una vez producida la reacción intuitiva, buscamos las razones para justificarla, que son casi siempre diferentes de las verdaderas razones que nos han hecho actuar de una u otra manera.

En una ocasión mi profesora de claqué sintió un rechazo intuitivo hacia una amiga mía y lo justificó diciendo que era porque mi amiga se parecía a la novia de su hermano (que al parecer le caía muy mal) y porque, además, mi amiga compartía el mismo signo zodiacal que la novia del hermano. Como es obvio, lo primero que sintió mi profesora fue un rechazo instintivo hacia mi amiga (tal vez porque era mi novia), y fue entonces cuando su cerebro le dio razones para justificar ese rechazo, a lo que ella llamó «intuición».

 

La fuerza de los prejuicios intuitivos

Nuestro cerebro siempre busca relaciones entre lo que percibimos y lo que hemos percibido en el pasado. A veces esa relación («llevar una corbata roja») acude primero a nuestra mente, pero otras veces lo primero que sentimos es el rechazo: «Llega un rival a mi departamento», y entonces buscamos razones para sustentar ese rechazo, por ejemplo que lleva una corbata roja.

Sea como sea, detrás la intuición se encuentran sentimientos tan básicos como el racismo, las manías y las antipatías irracionales.

Hace ochenta años a casi todos los blancos les desagradaban o les parecían inferiores los negros, “de una manera intuitiva”.

No hay que viajar al Estados Unidos del siglo XX para comprobarlo, basta con leer libros de casi cualquier escritor, como Borges, incluso en los años 30 y 50 del siglo pasado:

«Por supuesto que resultan insoportables los negros […] no me desdigo de lo que tantas veces afirmé: los norteamericanos cometieron un grave error al educarlos; como esclavos eran como chicos, eran más felices y menos molestos»

El racista no piensa que tiene un prejuicio, sino que cree que su intuición le está hablando con toda claridad acerca de esa persona que le molesta, asusta o desagrada. Y suelen confirmar esa intuición incluso cuando observan: observan a su alrededor y comprueban que no hay ningún presidente negro en Estados Unidos… Pero resulta que ya lo habido, con lo que es muy posible que muchas ideas y percepciones “intuitivas” acerca de los negros hayan cambiado radicalmente, al menos entre la población no fanatizada. David Hume, un hombre ejemplar en casi todo lo que dijo, hizo o pensó, era racista, como casi todos sus contemporáneos, pero creía que lo era porque la observación le revelaba que no había negros que destacaran en nada: su fe en el empirismo y la observación, tan acertada en muchas ocasiones, le impidió evitar este terrible error, que sin embargo, sí evitó su gran amigo Adam Smith, que tiene el honor de ser una de las poquísimas personas que no eran racistas en aquella época y que deploraba la esclavitud, a pesar de que se le ha acusado de racista por su forma cruda de describir la pobreza o la miseria. Pero todos los que eran racistas (y esto incluye a prácticamente toda la humanidad en casi todas las épocas históricas: a los europeos, a los asiáticos, a los africanos o a los americanos) creían no tener prejuicios.

Al igual que le sucedía a mi amigo con las personas violentas, quien siente un rechazo intuitivo o es víctima de un prejuicio irracional encuentra siempre confirmaciones, en el caso de mi amigo porque tenía siempre problemas con esas personas que le desagradan (y a las que miraba con desprecio, de manera consciente o no).

 

Intuición y narrativa audiovisual

Para decirlo de manera sencilla: cuando nos enfrentamos a una nueva percepción, nuestra mente busca una explicación, la más rápida posible, porque queremos explicárnoslo todo. Necesitamos la explicación y la narratividad. Esa explicación rápida es a lo que llamamos intuición. No es un milagro, ni una revelación, sino más bien un mecanismo, un acto casi reflejo, como un instinto, pero no de la especie, sino de la persona.

El espectador también necesita explicaciones, respuestas, opiniones rápidas porque nada más sentarse en la butaca del cine o en el salón de su casa empieza a teorizar, a poner en marcha su máquina de intuiciones, de códigos aprendidos y de prejuicios. Lo hace desde el momento mismo en que se inicia la película, e incluso antes (como explico en el capítulo «Antes del principio siempre hay algo», de Las paradojas del guionista).

Ese deseo de explicaciones, esa búsqueda de sentido que el ser humano persigue, como muestra Victor Frakl en El hombre a la búsqueda del sentido, es lo que hace posible la narrativa y explica el placer que obtenemos cuando nos cuentan historias.

A menudo se ha investigado por qué razón la forma narrativa tradicional es la que más nos seduce, frente a otras formas «menos narrativas», como son la categórica, la asociativa o la abstracta.

La forma narrativa pura, el storytelling o relato, nos ofrece un planteamiento, un desarrollo y un desenlace claros, y unos personajes que se mueven a partir de causas y efectos: desean algo, lo intentan conseguir mediante un plan, encuentran un obstáculo, y lo pierden o lo obtienen. Esas estructuras se repiten una y otra vez y hacen que el espectador pueda poner a pleno funcionamiento su fábrica de intuiciones, instintos, prejuicios y códigos aprendidos en otras narraciones similares que ha visto antes.

Eso ha hecho pensar a algunos estudiosos que existe una narratividad innata, algo así como la gramática innata que postula Noam Chomsky, pero con estructuras aún más complejas. Es discutible que sea así, pero vale la pena investigarlo. De lo que no cabe duda es de que lo que sí existe es una narratividad adquirida: la que se va formando en nosotros tras cientos o miles de horas de relatos. Contínuamente aceptamos  códigos sin nisiquiera darnos cuenta, códigos que el cine y la televisión nos han enseñado sin que seamos conscientes de ello. Nosotros, como espectadores, creemos ser libres y seguir nuestra intuición, pero la intuición es en gran medida tan sólo el almacén de nuestros prejuicios, de nuestros hábitos mentales y los de todos los códigos que hemos interiorizado sin saberlo.

Por eso, cuando mis alumnos se encuentran un texto en el que no se define el sexo del protagonista, enseguida piensan que es un hombre y escriben un guión protagonizado por un hombre, aunque ya dije que eso ha cambiado en los últimos años, sin duda por el regreso al primer plano del feminismo, que ha cambiado esas intuiciones «espontáneas».

De algunos de los prejuicios o códigos aprendidos de la narrativa audiovisual, como el célebre mito del viaje del héroe, hablaré en próximos artículos.


Si quieres poner a prueba tu capacidad de distinguir una sonrisa falsa de una verdadera, pues visitar esta página de la BBC. Yo obtuve 17 aciertos sobre 20, tal vez porque, más que aplicar la intuición, empleé la observación: de haberme dejado llevar por la intuición, intuyo que seguramente habría obtenido un peor resultado.

Y si quieres poner a prueba tus prejuicios y descubrir si eres racista, machista o si sientes prejuicios hacia cualquier tipo de gente, puedes hacer el test de asociación implícita de la Universidad de Harvard (Test TAI). Seguramente te llevarás algunas sorpresa.



El guión de cine y los prejuicios

 

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